OPINIÓN: Una reflexión sobre la santería. (A la memoria de mi abuelo "Jaqueta"), por Juan Miguel Caballero Aroca

"Llevamos algunos lustros en que las refriegas de la primera toma de contacto del manijero con su cuadrilla son de alto copete. En los tiempos actuales, las garrafas de vino a granel casi han desaparecido; los huevos duros, también; el bacalao sin freír, lo mismo. Y no mentemos las rebanás mojadas en aguasal"

26 de Mayo de 2017
 Fotografía antigua de la procesión de Ntro. Padre Jesús Nazareno
Fotografía antigua de la procesión de Ntro. Padre Jesús Nazareno

 

Según reza en la partida de nacimiento, José María Aroca Alhama nació al comienzo de 1879, un ocho de febrero, hijo de Felipe Aroca, jornalero (difunto). Madre, María Josefa Alhama. Abuelos paternos, Joaquín Aroca y María Soledad Cabezas (difunta). Abuelos maternos, Bernardo Alhama y María de los Dolores León. Todos naturales de Lucena.

jaqueta2 Se le puso de nombre completo José María Juan de Mota. José María Aroca Alhama, hijo de Felipe y Josefa, falleció en Lucena, el dieciséis de diciembre de 1959, en la calle Pajarillas nº 39, a los ochenta años. Antes de ser santero, fue un hombre noble, tranquilo y sanote. Su palabra iba a misa, por el don de mando que poseía para dirigir a los jornaleros. Siempre dándole al patrón su respeto y su sitio, y al obrero buen trato. También se preocupaba de que cada gañán recibiera el sueldo base que estaba estipulado por el sindicato vertical. Así era mi abuelo. Siempre estuvo de aperaor en varios caudales del término de Lucena, donde el apero sobrepasaba las veinticuatro mulas, o doce yuntas.

Como santero, ni fue mas bueno que los santeros de hoy en día, ni más malo que los antiguos. Fue, sencillamente, un santero lucentino. Ni más ni menos. Nunca tocó la campana como manijero, pero sí salió en el Abuelo de las Espigas: hasta ocho años casi seguidos, ¡ojo!. Siempre detrás del manijero, por la sencilla razón de que los cuadrilleros de la Capilla de antaño eran los labradores pudientes y adinerados de nuestra ciudad. Quien dice labradores, dice bodegueros. Hubo algún que otro cuadrillero que, por hache o por be, no se encontraba con el suficiente ánimo o aficion, y, ¿por qué no decirlo?, fuerza para aguantar ocho horas el gran esfuerzo que conlleva el peso de Nuestro Padre Jesús. Entonces recurría a su hombre de confianza, que durante todo el año velaba por sus intereses: el aperaor de la casa, o el manijero.

El que escribe conoció varios aperaores, o manijeros, que han llevado en procesión a Jesús y varios pasos más, conformándose el cuadrillero con llevar la vara larga  de la cofradía a la que pertenece. Él no tuvo esa suerte, sencillamente porque a su señorito, de apellido Gómez, le apasionaba el mundo de la santería tanto o más que a él. Vamos a dejarlo ahí; nadie puede negar que la santería es la idiosincrasia de la cultura lucentina. Hoy los tiempos han cambiado y el pensamiento de los hombres también. Y, ¿por qué no?, su forma de actuar. Sin ánimo de entrar en polémica sobre si lo antiguo era mejor que el presente, o el presente mejor que lo antiguo; que si la saeta borrachuna, que si la saeta santeril… Yo prefiero el bosquejo lucentino de siempre: borrachuna. Hoy cualquier lucentino con dineros y mucha paciencia puede ser manijero de Jesús. Los manijeros cuneros han desaparecido. Porque son muchos los gastos que conlleva poner a Nuestro Padre Jesús encima de los antiguos bancos de madera, a las ocho de la mañana, frente a la casa consistorial. Y tomarse los santeros un pesquilabe de pestiños rebosaos, con miel y  magdalenas. No hay que olvidar que llevamos algunos lustros en que las refriegas de la primera toma de contacto del manijero con su cuadrilla son de alto copete. En los tiempos actuales, las garrafas de vino a granel casi han desaparecido; los huevos duros, también; el bacalao sin freír, lo mismo. Y no mentemos las rebanás mojadas en aguasal. Antiguamente los gastos se celebraban modestamente, en las cocinas de los cortijos o en los patios, o en llanetes al aire libre. Yo he visto a algún manijero darle a cada santero un pollo tomatero por barba. El pollo no era de granja; se le puede llamar cortijero porque nacía y crecía libre, alrededor del cortijo.

Recuerdo al lector que en las zonas rurales y nobles rincones, como eran las casas o cortijos de nuestro término comarcal, a veces se daba el caso de que la casera le comentaba a su esposo: "llevo varias mañanas que, cuando abro la puerta del corral, recuento el ganao y echo de menos la gallina amocholá." El casero contestaba: "nos la habrá mangao la comadre" (se refería a la zorra)… "Anoche, cuando fui a echarle el pienso a las bestias, sentí un revoleo raro abajo, debajo de la higuera. Algunas gallinas y pollos aleteaban y empezaron a trepar por las ramas de la higuera, hasta la copa, para no pasar la noche al raso y poder resguardarse de las aves rapaces y de los zorros."

La casera daba por perdida a la gallina amocholá, pero resulta que la ley de la naturaleza es caprichosa y nadie puede controlarla. A los veintiún días se presentaba la gallina con una parbá de polluelos, como diciéndole a la casera: "Yo para incubar y sacar mi echaúra no necesito un cobertizo. Mira qué regalo tan hermoso te traigo. Los he incubado dentro de un socavón del vallao que está al lao izquierdo del plantón que hay en la erriza…"

Volviendo donde estábamos, días antes de dar el gasto, el manijero encargaba a un recobero la remesa de pollos y sólo había que concertar si se los entregaba en su casa o en el cortijo. Una vez los pollos en su destino, el que los pagaba le decía al que los cobraba: "vacíalos en el llanete del cortijo y que cada santero coja el suyo y se lo lleve al cocinero, que está en la matrinche de la era..." Como pasó, así lo cuento. Hoy han desaparecido las contras. Me alegra mucho que sea así, y prefiero la forma que tienen los santeros actuales de llevar un paso, no como los de antes: doce empujaban p’adelante y los otros doce retrancaban p’atrás, y parecía el Señor un cristobillas. Donde más ocurrían estas gansadas era en la Calle de las Tiendas. Como las esquinas y la punta de los varales no fueran muy atentos, y bien abrochaos, al varal le hacían los del costao contrario montar forzosamente el bordillo y subirse a la acera. A veces, hasta besar la cal blanca de la pared.

En el complejo y discutido mundo de la santería, ni en Lucena ni en Roma existen el número uno ni el dos. Ni existirán. Cada santero es un mundo y cada santería es distinta a la del año anterior. Lo diga quien lo diga, porque no hay un patrón exacto para tales menesteres. El día que lo haya, dejará de ser santería. Las rebanás mojás en aguasal estarán abolidas de los gastos y el bacalao a secas, también. Los jeringos y buñuelos caducaron, pero, amigo mío, hoy los gastos se debían llamar banquetes, porque no falta jamón de pata negra, queso de Íscar bien curao y que pique un poquito; anchoas de Cantabria en aceite y marisco de Sanlúcar, que sea fresquito. Antaño, los santeros vestían más andrajosos, dicho sea sin ánimo de ofender a nadie. Hoy es un gozo ver la imagen de un santero, con la disciplina, la elegancia y la guapeza con que se ciñen la túnica y la perfección con que planchan sus tablas

La Virgen de Araceli ha conferido tal fuerza a sus hijos, y ellos le han tenido tanta fe, que, cuando eran llamados los quintos a filas, después de ser tallados y pasar la rutina médica, eran los nuevos quintos quienes organizaban la despedida de los reclutas, hijos de Nuestra Madre y Señora, María Santísima de Araceli, patrona de Lucena. Según me relataba mi propio padre, en la concentración del año 1947 pidieron al cura si tenía a bien concederle su bajada a esos quintos de reemplazo. Todos estos ruegos y favores se realizaban sin papeleos ni testigos. Sólo contaban el cura y nuestra Patrona.

Mi sincera opinión sobre la santería de mi pueblo, es que las tradiciones e iniciativas originales son aguas estancadas; que hoy se come y se bebe mejor que antes. ¡Pues a disfrutar esos suculentos y sabrosos banquetes. Comamos hasta que el cuerpo aguante! Como nieto de Jaqueta y lucentino, me hubiera gustado ser santero, lo digo públicamente. Aunque hubiera sido en el cajón o caja de las gorras, o en San Juan, en la tinaja del agua. Pero por mi defecto físico no ha podido ser. Si Dios no me eligió para santero, sus motivos tendría. Sí he hecho varios ajorquillos en Nuestro Padre Jesús, cuando, por tradición, nos lo ceden a los hermanos cuando llega a Dios Padre. Lo acredita la siguiente letrilla de saeta, de mi propia cosecha. Se la regalo a todo aquel hermano que quiera cantarla:

 

Soy hermano de cera,

pero nunca fui santero.

Me gusta a solas rezarte,

y sentir tu peso en mi hombro,

cuando llegas a Dios Padre.

 

El primer nieto y primogénito de mi abuelo Jaqueta que siguió su devoción santera se llamó Rafael Caballero Aroca. Guste o no guste, los conceptos de afición y tradición a mí no me dicen nada. Se le debe llamar devoción. Si te vistes de santero y te falta la devoción para pasear la imagen y soportar su peso, apaga y  vámonos. Nadie puede borrar los tiempos pasados. Soy un afortunado porque mi abuelo sea recordado sencillamente tal como fue: un santero noble de su época. Él solía recordar a El Tigre, a Juan Reyes y al Rapao. Aunque alabo a este cuarteto de santeros antiguos, sepan, señores, que la santería en Lucena está en buenas manos. Vamos a disfruar estos momentos dulces que está viviendo, por si vienen tiempos peores. Perdón por salirme del carril y mezclar las churras con las merinas.

No es pasión de hermano, pero la primera vez que mi Rafael se abrochó a la madera fue en la Patrona de Lucena (a secas), allá por el año cincuenta del pasado siglo, año arriba, año abajo. El manijero fue don Antonio Gómez; su sitio, los fregaeros, hablando en argot lucentino. Mi hermano llevó un repisón trasero. Recuerdo de aquella mañana que mi madre había hecho el sacrificio, el día anterior, de llevar al Monte de Piedad un mantón de manila negro y empeñarlo. Con las veinte pesetas que le dieron, compró un pan blanco redondo de a kilo, que le puso de desayuno a Rafael. La tapaera de abajo bien empapá en aceite de nuestra tierra. Yo diria ensopá. Y pa detrás, una taza sopera de café de churripampa. En aquellos malos años, tomar leche no entraba en el presupuesto familiar. Total, en menos que canta un gallo se jaló Rafael hasta la última sopa y, con mucha ilusión, se puso a las órdenes de su manijero para bajar a la Virgen. Mi hermano, con dieciocho años, tenía mas fuerza que un novillo. Pero, amigo mío, hasta la fuente la Virgen aguantó bien el tirón, pero pa bajillo, hasta llegar al portón de la posá Maripepa, le empezaron unos sudores fríos que hasta la cara se le descompuso.

Mi padre no se apartaba de su vera en todo el recorrido y, de momento a momento, le comentaba: "Nene, ¿vas bien? Se te ha descompuesto la mirá." Yo, que también hice la bajada a su laíto, presumiendo de que tenía un hermano santero, le oí decir: "sí, papá, me está entrando la vieja. El medio kilo de pan que me puso mamá esta mañana; lo tengo en los talones." Mi padre, del sentimiento que le dio viendo a su hijo esmayao debajo del trono, ni corto ni perezoso saltó la estrecha cuneta y trepó vallao arriba. En la haza que lindaba con ese vallao, había un jabar con las vainas bastante granaítas. En seis o siete gañafones que pegó, se llenó los bolsillos de la blusa de patén que llevaba puesta. ¡Ojo, sólo de pipas! Saltó de nuevo la cuneta y se arrimó a mi hermano y, con disimulo, le iba largando por bajini puñaos de habas. Cuando se jaló el primer bolsillo, empezó a cambiársele el color de la cara. Ya no era amarillento, como se le ponía a los tísicos; era rosado. También le fue cambiando el sudor frío, como de quien está condenado a las sábanas mortuorias. Al cobrar energía, con el estómago lleno de habas, su sudor era ya normal. La muceta de la camisa llevaba manchas y unas cuantas gotas le corrían patillas abajo. En el cogote, los pelos de los tolanos también los llevaba húmedos. Lo normal de un santero. Nos miró a mi padre y a mí, como dándonos las gracias por la pechá de habas que se había pegado, se le alegró la mirada y, de vez en cuando, se le escapaba una mosca y daba su pinguito, levantando casi toda la esquina trasera del trono de Nuestra Mare, la Virgen de Araceli, patrona de Lucena. Hasta que la encerraron, todo fue coser y cantar. Siempre he observado que, cuando cada año la Virgen llega a Lucena, el gentío abriga a los santeros, que apenas notan el peso.

Una vez estuvo la Virgen ya dentro de San Mateo, mi padre se abrazó a mi Rafael, orgulloso de su hijo. Y yo de tener un hermano santero. El estreno, con dieciocho años, lo pasó con notable. Los manijeros se fijaron en él y le avisaban para los años venideros.

El bombazo más gordo fue salir en su dia, cuando la mandó su pariente, Julián "El Campanero". También llevó la Soledad, la Pollinita y otros muchos pasos lucentinos. Hoy la saga de los Jaquetas está en buenas manos. El hijo de mi hermana Aselites, Rafael Muñoz Caballero, fue manijero de las Campanitas. Mi hijo Juan Miguel Caballero Fuentes, fue manijero de la Amargura; también salió en su día en la Soledad y con la Virgen de Araceli. El hijo de mi prima, Carmen Aroca Lizana, salió en las Campanitas y varias más, como el hijo de mi prima Felisa Aroca Lizana. Su tataranieto, de nombre Juan Manuel Moreno Buendía, salió en la Columna. Mi primo Eugenio, con los Gorditos, bajó la Virgen de la Sierra. Mis tres sobrinos, Josemi, Paquito y Rafalín, han sido buenos santeros. Josemi todavía está santeando. ¡Y hay un bisnieto, hijo de mi primo Eugenio Aroca Lizana, que fue manijero de la Verónica y de la Aurora! Otro tataranieto, hijo de Josemi, con diecisiete años ya ha salido en La Verónica. Estoy orgulloso de que casi todos los nietos y bisnietos sigan la devoción de Jaqueta. Espero que pronto lleguen más tataranietos a los que les guste la santería, y yo que viva para verlo.

Debo añadir que todos los descendientes directos de José María Aroca Alhama no sabían que nació en la Calle la Calzada número 20. Ni yo tampoco; mi madre sí lo sabía. Nunca me comentó, y tampoco a mis hermanos, que su padre vino al mundo en un barrio tan castizo, de arrieros, caleros y piconeros, como es "La Calzá". Tampoco me comentó a mí, ni a mis hermanos mayores, que dejó de santear porque, al regreso de una procesion, supo de la pérdida de un ser querido, por culpa de un accidente. No he reseñado anteriormente que mi prima, "La Pirraca", tiene dos hijos que son buenos santeros. José Manuel y Joaquín, el mayor, han salido en Jesús.

El resplandor de la fe es un sentimiento tan fácil de entender que, el que lo tiene, sólo debe seguirlo. Si lo hace sin titubear, siempre le rebosarán la felicidad y la paz. Yo tengo más de la que merezco. Una vez más, confieso que me causa tanto dolor y tristeza la Semana Santa, que a veces me dan ganas de hacer un voto de silencio en un solitario convento para ermitaños de la serranía cordobesa. O en el monasterio de Silos.

Cada santero tiene un pasado; éste es el de mi abuelo, Jaqueta. Una vez más insisto: ser santero en Lucena es una discipina que aprenden los chiquillos con el chupete en la boca. Para terminar este artículo, que por su extensión ya se acerca a testamento, diré que cuando a un santero le brillan los ojos y se le saltan las lágrimas mientras le están dando el último retoque pa colocarle el pañuelo, es porque la santería la lleva en el corazón.

Esta saeta borrachuna, alegórica a mi abuelo, se cantaba antaño en los gastos de santeros:

 

Como el día estaba nublao,

buscaste una jaqueta

amigo mío Rapao.

Y te has hecho la puñeta,

que tú también te has mojao.

 

Las vueltas que da la vida: Jaqueta no pudo tocar el timbre de ningún santo por las circunstancias de esos tiempos. Hoy sus nietos, bisnietos y tataranietos han acariciado el timbre como manijeros.

Sólo me queda decir que un creyente y un santero no se hacen de la noche a la mañana. Obedeciendo a mi fe, pienso y repienso que la Semana Santa debería ser para meditar la pasión y muerte que le dieron a Jesús de Nazaret y repasar los Evangelios. Bien necesitados de ello están lo que se entregan a la codicia y olvidan la caridad y al prójimo. Jesús de Nazaret dio su vida por nosotros. Algo tendría, cuando su nombre perdura hace más de dos mil años.

Juan Miguel Caballero Aroca.

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