Opinión: "Los ciudadanos son la polis", por José Antonio Villalba Muñoz

19 de Septiembre de 2013
.
Para Aristóteles el hombre, en cuanto que vívía en la polis, en la ciudad, era el ciudadano, era el animal político: el zoon politikon. El ciudadano, todo ciudadano que se precie de serlo, no puede hacer dejación de sus obligaciones, debe atreverse a pensar por sí mismo, al decir de Kant. Alguien me dirá, y no le faltará razón por otra parte, que un hombre que al alba sale de su casa para regresar cuando el trabajo, si lo tiene, lo permite (odioso un mundo donde se le da tanta importancia al tener y tan poco al ser) a fin de poder pagar «el traje que lo cubre y la mansión que habita, el pan que lo alimenta y el lecho donde yace», ya es bastante y, aunque no le faltase razón, no toda la tiene.
 
En cualquier sociedad organizada, cuanto más grande más necesario se hace, debe existir una parte de ella que de manera temporal se encargue de dirigirla, de tomar las decisiones. Es en el siglo XVIII cuando Montesquieu consideró necesario dividir el Poder en tres: Ejecutivo, Legislativo y Juidicial para controlarlo y, desde entonces, se buscan las vias para hacerlo de la manera más adecuada posible. La formula de la Democracia representativa fue aceptada como válida ya que la directa no era posible (aún con los medios a nuestro alcance es todavía complicado llevarla a cabo). El tomante de los votos debe saber que el dante de los mismos no da un cheque en blanco y una forma de recordarlo, quizás la mejor, sea tener la conciencia plena de que son nuestros representantes. La Soberanía la posee los ciudadanos y ésta se articula mediante la representación no al revés.
 
Grosso modo tenemos dos formas de articular la representación política: una en la que los partidos políticos tienen un peso menor y la otra donde su peso es decisivo.
 
En cuanto a la primera tenemos el ejemplo en EE.UU. Su presidente es elegido por sus ciudadanos. Pero esto no le garantiza el respaldo de los representantes de su propio partido a lo largo de su mandato en las cámaras legislativas y, por tanto, tampoco hay seguridad de que pueda cumplir su propio programa electoral. Nos podemos encontrar con la siguiente paradoja: los representantes del partido en las cámaras votan en contra de las propuestas del que fuera su candidato, ya presidente, con lo que están impidiendo que el programa presidencial se pueda cumplir, (resultado: la famosa Ley sanitaria que Obama no pudo aprobar tal y como él quiso en un principio durante su primer mandato); pero, para otros, esto supone que el poder Legislativo controla y modera al Ejecutivo. Tomen ustedes la que consideren más válida interpretación. La separación de poderes es clara en EE.UU. sí, pero el presidente, también elegido no podrá cumplir con su programa electoral con la consiguiente fustración del electorado.
 
La maquinaria de los partidos no tiene fuerza desde un punto de vista nacional. El jefe del Ejecutivo (sistema presidencialista) se elige en una votación concreta. El candidato debe costearse casi toda la campaña electoral que es el «precio» que se debe pagar por no tener unos partidos fuertes que puedan apoyar a sus candidatos. La deducción es simple: sólo los que tienen una gran capacidad económica (suya u obtenida mediante contribuyentes) son los que podrán presentarse a las elecciones. De facto es el gobierno de una oligarquía.
 
En el otro lado tenemos a partidos con un gran poder. Esto se da en casi toda Europa, España incluida, y viene a llamarse «partitocracia». Los órganos directivos de los partidos deciden quiénes son los que van en las listas electorales y esta es la razón por la cual en grupos políticos en el Legislativo no haya discordancias. El votante no «elige» directamente a su representante sino que votará una lista cerrada y elaborada, la diferencia no es valadí (en el Senado no es así, cámara con poco peso específico a la hora de tomar decisiones transcendentes). Cuando, tras las votaciones, se eleboran las mayorias en las cámaras legislativas, son éstas las que eligen al presidente del Gobierno. El asunto central es que el máximo dirigiente del partido que gana las elecciones, y que por tanto tiene la mayoría en el Congreso, se convierte también en jefe del Ejecutivo. El partido se convierte en la correa de transmisión entre el Legislativo y el Ejecutivo. De tal suerte que, en una situación de mayoría absoluta resulte complicado, cuando no imposible, una real separación entre ambos poderes.
 
A favor de este sistema es que la estabilidad está garantizada: el Congreso votará siempre a favor de lo que el Ejecutivo dicte. La misma persona, máximo dirigente del partido ganador, tiene mayoría en el Congreso y es presidente del Gobierno. No habrá impedimentos para poder llevar a cabo una parte importante del programa electoral. Al controlar dos de los tres poderes mucho se tiene que torcer la situación para que no haya estabilidad. ¿Hay excepción a esta regla? Por supuesto, y hay una frase que la ejemplifica: «hemos dejado libertad de voto» cuando se decide una concreta ley en el Congreso, pero al mismo tiempo también demuestra, a todo aquel una realidad: en el resto de las votaciones no existe esa libertad. ¿Hasta dónde pues son libres nuestros representantes con respecto a sus partidos en su labor política? ¿Qué es más importante que el programa del partido se cumpla se pueda cumplir o la libertad de decisión de los elegidos?
 
Así, creo que los dos problemas más acuciantes son: el «sistema» de partidos (y su financiación) no los partidos en sí. Los considero imprescindibles y necesarios tal y como conocemos la Democracia; el otro, que éstos se arroguen la Soberanía cuando sólo ha sido delegado por los ciudadanos para ejercerla.
 
La piedra angular de toda opinión sobre los políticos debe basarse en dos puntos: nosotros los elegimos y son hombres los que la ejercen. Un juez tiene que impartir Justicia, sí, pero no deja por ello de ser hombre y, como tal, sujeto a sus distintas pasiones que pueden afectar negativa o positivamente a sus actuaciones, o no. Pues desde este premisa debemos afrontar cualquier análisis que queramos que sea medianamente adecuado. El político, hombre o mujer da igual, no va a pasar a ser un «santo» por el hecho de que ya sea político. El vestir el latus clavus no lo convertirá en bueno por se. La naturaleza humana es más rica, complicada y compleja, para bien y para mal, que eso y si esto no se sabe es que no se conoce al Hombre.
 
Ahora hay quién alza la voz: «sí, sabemos que todos los políticos roban, aquí lo que ocurre es que ha sido demasiado». Grave acusación es esa y actuar honestamente y cívicamente sería denunciarlo y, si usted lo sabe, y no lo dice mal que hace y peor si lo esconde. El ciudadano tiene una responsabilidad para consigo mismo y para el resto de sus conciudadanos. Si uno mismo no es capaz de actuar honestamente en su ámbito de vida cotidiana con qué derecho se cree para señalar con el dedo acusador al otro. No podemos olvidar que nosotros hemos elegido a nuestros representantes y somos responsables, durante cuatro años, por ello.
 
Ahora viene lo dificil, las soluciones. El ciudadano tiene que tomar conciencia que lo es. Debe particpar de manera activa en todos los ámbitos de decisión en los que pueda estar o ejercer. Desde una junta de vecinos hasta los partidos políticos locales. Participar en estos ámbitos supone tener un conocimiento de los problemas o carencias de los que pueden adolecer pero también de la dificultad de ejercer cualquier tipo de cargo. Si uno es afiliado de un partido no sólo debe pagar su cuota, sino que tiene que participar en las decisiones que se tomen de manera crítica y constructiva. La necesidad de este esfuerzo de la ciudadanía obligaría a que las decisiones se tomasen de abajo a arriba y no al revés. La base del partido en cuestión, sea cual sea éste, debe ser fuerte. Una base comprometida con sus representantes más cercanos, sólo para empezar, puede ejercer una presión determinante (doy un ejemplo, ¿saben que hubiese pasado si el Ayuntamiento en pleno hubiese dimitido cuando se tomó la decisión, por parte del ministerio competente, de construir el hospital en Cabra allá por el último cuarto del siglo pasado con unos argumentos que no se correspondían con la realiadad? Piénselo, hubiese sido una jugosa noticia a nivel nacional y toda España se hubiese preguntado por el porqué). Unos ciudadanos formados, con plena conciencia de lo que son, sabedores de sus derechos pero también de sus obligaciones son más eficaces que muchas manifestaciones juntas. Y de esto no hay que tener miedo. La polis son los ciudadanos y no cosa distinta.
 
«Los políticos son unos corruptos» se dice muy a menudo, pero, ¿qué significa? Aquí seguimos al diccionario de la RAE, «Corrupción: En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores». Hecho el mal, ¿cómo lo castigamos? Aquí hay disparidad de opiniones, para unos que vayan a la cárcel y una multa, pero de un tiempo a esta parte ha ido cogiendo cuerpo la idea de que si el interés fue el ganar dinero, que éste sea la principal pena que el corrupto tenga. Justo se podría pensar, pero también podría ser peligroso, ¿quién querría, entonces ejercer un cargo público? «Que devuelva lo que se llevó», ya no importa tanto el castigo de cárcel, y la condena social, como que devuelva lo que se llevó. Argumento que nos llevaría indefectiblemente a que sólo aquel que pueda pagar la multa correrría el riesgo de ser elegible o peor aún, que si la pena es sólo monetaria y se pudiese redimir los delitos en la cosa pública con dinero y sólo con dinero, ¿no estaríamos fomentando que sólo los que puedan pagar dichas multas sean los que al final nos gobiernen? Alguno habría que dijese que si es rico no se arriesgaría a ser multado.... aunqne en sentido contrario se podría argumentar que aún siendo importante el castigo, la ganancia bien pudiera valer el riesgo: controlando el poder político podría aumentar su posición de privilegio (económica, social, influencia, un empleo tras dejar la política o, mejor aún, la posibilidad de no tener que dejarla nunca) más tiempo.
 
Si eso fuese así, se rompería el derecho fundamental de voto pasivo y ya «no todos los ciudadanos» tendrían derecho a ser elegidos. Esto no significaría nada más que el primer paso de un largo etcétera y, si esto ocurriese, se tendría que llamar de otra manera, pero no Democracia, al sistema que desde ese momento tendríamos y, llegado el caso, al ciudadano ya no se le podría llamar tampoco zoon politikon y sino sólo zoon.
 
José Antonio Villalba Muñoz
Profesor de Geografía e Historia
Suscríbete a nuestra newsletter
Ahora también te mantenemos informado a través de nuestra newsletter diaria. Si deseas recibirla en tu correo electrónico solo tienes que registrarte como usuario completando tus datos en este enlace. Es un servicio totalmente gratuito de LucenaHoy.