Cara y cruz de aquellos Reyes

Alfonso Jiménez
Escritor
31 de Enero de 2021

No comprendo el trauma que dicen ha supuesto a los niños no haber podido en este año pandémico disfrutar de la cabalgata de los reyes magos. Hasta hay quien opina que esto puede dejar secuelas marcadas en su niñez.  A los niños de mi barrio, no. Traviesos, peleones, incansables en el juego y en las tareas, pero muy resistentes. Los niños de la posguerra tuvimos una infancia llena de carencias, pero aguantamos sin límites. Por supuesto que éramos más listos que los de ahora, porque casi todos sabíamos quiénes eran los reyes magos y lo que podíamos pedirles. Voy  a contar la cara y la cruz de mis reyes en el 54.

LA CARA.- Casi todos los años mis reyes consistían en una bolsita de caramelos, una pelota de goma y algún cuaderno; o bien, un estuche de lápices (los de colores eran un lujo), y como mucho una cartera para el cole. Pero en el 1954, mis padres tuvieron que hacer un pago imprevisto para ayudar a la familia y los reyes solo me dejaron unos calcetines.  Mis padres me explicaron que había que ayudar a mis primos y que ese año no se podía más. 

Aquellos calcetines me vinieron de perlas, pues en mi colegio, el Colegio del Gobierno que es como le llamábamos, hacía un frío atroz en invierno y nuestro maestro, buen maestro, tenía la mala costumbre de situarnos de pié y en semicírculo rodeando su mesa desde la que nos explicaba la lección del día. Como el resto de mis compañeros, yo también pasaba frío y los que podían se llevaban a aquel aula siberiana los calcetines más gordos que tenían y, aunque los reyes me habían indicado que ese segundo par era para los domingos, yo me los acoplaba debajo de los de a diario para aguantar aquellos inviernos escolares. Eso fue lo bueno de aquellos reyes: ¡¡¡unos calcetines!!!  

LA CRUZ.- Junto a la iglesia estaba el Colegio de Falange, al que asistían bastantes amigos míos que entonaban muy bien el Cara al Sol y algún canto más, pues sus dos maestros también eran buenos y enseñaban lo que podían. 

Uno de los maestros, aficionado a las manualidades, aquel año decidió  montar un belén en su aula para que todos los alumnos lo disfrutaran. Al acabar la clase de la tarde el colegio se cerraba, pero durante las vacaciones navideñas dejaban las llaves en la parroquia por si algunas feligresas lo querían visitar. Los monaguillos presumían de manejar las llaves y en vísperas de Reyes nos avisaron de que al anochecer iban a dejarnos ver el belén secretamente unos minutos. 

En aquel montaje tan primario sólo era de escayola la figura del niño Jesús. Todo lo demás: María, José, los magos, la mula y el buey eran de cartón coloreado. Eso sí, había bastante romero verde y musgo natural adornando el portal. Aunque tan pobre, aquello nos resultaba atrayente al grupo que acudimos, y uno de los más chicos al intentar situarse en primera fila, empujó  a otro que estaba delante y éste sin querer se apoyó moviendo la mesa soporte, por lo que las figuritas de los magos cayeron con sus cabalgaduras sobre el musgo, y toda la chiquillería salimos huyendo. Los monaguillos cerraron el colegio y dejaron las llaves de nuevo en su lugar sin decir al párroco nada de lo sucedido.

Tras el día de Reyes, cuando se reanudaron las clases, el maestro belenista al ver los magos tumbados se lo tomó casi como un atentado sacrílego y denunció lo ocurrido. Los monaguillos fueron citados por la policía municipal y tuvieron que dar  el nombre de otros diez furtivos y todos pasaron unos días asustados temblando  por la multa y lo que pudiera seguir. Yo lo pasé fatal pues estuve entre los visitantes furtivos, pero al final me libré de la cita porque nadie sabia mi nombre sino el mote por el que todos me conocían y los municipales me olvidaron.

Al final, tras muchas horas aterrado (mi cruz), todo quedó en nada porque el párroco consiguió que el maestro retirara la denuncia tras convencerle de que lo ocurrido no había sido con mala intención sino por la curiosidad de unos niños que carecían de casi todo y sólo habían querido ver el belén muy de cerca. Menos mal.

 

Más artículos de Alfonso Jiménez en su blog: La Carpintería

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