Uno de cocina

09 de Febrero de 2011
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Después de mi sorpresa por el recibimiento de mi articulito, sin grandes pretensiones, sobre Boabdil, ha sido la falta de tiempo para la creación lo que me ha impedido aparecer antes en este diario. Digo del recibimiento, porque ha generado felicitaciones y descontentos por igual entre mis amistades de distinto oficio y pensamiento e, incluso, entre mis vecinos, como Mario Flores, a quien por esa falta de tiempo no he podido agradecerle que me leyera. En el futuro, aunque sigamos compartiendo lectura, espero poder utilizar la excusa de que me preste un poco de sal para conocerle personalmente, ya que sus escritos tienen puntos sabrosos.

Por esta misma cuestión gastronómica, creo oportuno hablar de mis fogones, en el buen sentido de la palabra. Hace algunos años estaba acostumbrado a publicar anualmente en revistas cofradieras y, por esto, tenía más de trescientos días para lamer y limar los textos, los platos de un menú especial cada año. Sin embargo, la publicación en este diario es más pronta y requiere menos de receta, de revisión, y más de sabor, de definición. Fue D. Manuel Alcántara, el tío Manolo, cocinero de alta y cuidada palabra, quien me impartió lecciones a distancia a través del aire y del papel, que, como bien se sabe, son dos ingredientes básicos de cualquier plato literario. Él me enseñó que escribir diariamente era hacerlo en hojas de otoño, por lo que pienso que hacerlo cada quince o veinte días es hacerlo en las de primavera, en cada una nueva que surge de la rama de un árbol que no es viejo ni está hendido por el rayo; sino vivísimo. Internet es y será el símbolo del inicio del siglo XXI, donde todo cambia rápidamente, donde una web está fría el lunes y ya está caliente el martes; porque así debe decir que está vivo.

El tío Manolo también me enseñó a crear un menú, a hacer literatura, del ingrediente en peor estado, del asunto menos literario. Siempre llevo en mi memoria algunos platos, algunos artículos suyos; como aquel, titulado «La destrucción o el amor», del congresista norteamericano Wayne Hays que en 1976 intentó suicidarse cuando todo el mundo supo su secreto de que pagaba los caprichos de su amante con dinero del Estado y de cómo Larra lo consiguió, entre otros motivos, por una mujer; o de aquel sobre la «Liga de pobres», en el que la fría estadística observa grados o clases de pobreza en la España de finales de los ochenta; o el que dedicó a Antonio Burgos y a Carlos Herrera, con motivo del intento de asesinarlos de los terroristas de ETA.

De él aprendí, como el bolero, que existen nuevas emociones y a construir ilusiones desde las palabras, incluso desde las que Juan Ruiz, Garcilaso de la Vega, Cervantes y Quevedo, maestros de referencia de esta y otras cocinas, escribieron en siglos lejanos para hoy y el futuro; como él mismo ha dejado importantes poemas para la gastronomía literaria, siendo su especialidad la del soneto, que es como el café capuchino:
 
Soneto para esperarte en una cafetería (Manuel Alcántara)
 
Resulta que la historia estaba escrita
cuando yo quise hacerla a mi manera.
Cuando yo no quería que volviera
resulta que la historia resucita.
 
Resulta que en el tiempo de la cita
tendrán que hacer un banco de madera.
Al corazón le viene bien la espera,
quién sabe si además la necesita.
 
Azafatas de vuelo alicortado
van del café a las piñas tropicales
por aires ciudadanos y ruidosos.
 
Arriba el tiempo nuevo ha presentado
sus fluorescentes luces credenciales
y enrolla pergaminos luminosos.
 
Aunque yo no soy don Manuel Alcántara, espero que les sienta bien este entrante. ¡Buen apetito!
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