Opinión: "La desfiguración de la Semana Santa", por Manuel González

Mientras los operarios municipales eliminan la cera de las calles de nuestra ciudad y las lágrimas aguardan otro ruego auténtico del saetero Antonio Nieto, a Lucena se le escapa su Semana Santa

08 de Abril de 2015
 Opinión: "La desfiguración de la Semana Santa", por Manuel González
Opinión: "La desfiguración de la Semana Santa", por Manuel González

 

Mientras los operarios municipales eliminan la cera de las calles de nuestra ciudad y las lágrimas aguardan otro ruego auténtico del saetero Antonio Nieto, a Lucena se le escapa su Semana Santa. Y no solo de un modo temporal, sino también en lo esencial.

La paganización de los espectáculos callejeros degrada con una presión progresiva la rigurosa estación de penitencia. A medida que los nazarenos –los pocos que todavía resisten- corrompen su anonimato y adoptan actitudes improcedentes, el silencio íntimo claudica frente a la exhibición.

¿Queremos seguir recordando la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús de Nazaret o preferimos desnaturalizarla y servirnos de ella como reclamo turístico, económico y social? La reflexión compromete inexcusablemente a los que modelan y dirigen la celebración cristiana no a los que se topan con ella y la retuercen.

El respeto a la túnica de hermano –prolongación de los ropajes de Cristo-, la compostura de los santeros y la comprensión del significado de la mantilla precisan de una urgente revisión. La catequesis pública impone un recogimiento imperturbable. El recuerdo de la humillación del protagonista principal de la liturgia colisiona contra la diversión desenfrenada y los desfiles irreflexivos.

El optimismo encamina a concluir que la reconducción de la Semana Santa es factible. Afortunadamente, los comportamientos indecorosos observados en este año todavía se catalogan como excepciones. La relativización de los mismos y la tendencia rampante oscurecen futuros escenarios.

Las cofradías han de expandirse como hermandades, fomentar y asentar el sentido originario de las procesiones, formar integralmente a sus miembros, tomar como cruz de guía los mensajes de los Evangelios y denunciar sin vacilaciones la desviación de unas jornadas dedicadas a Jesucristo. De lo contrario, su existencia carece de motivo. Habitualmente, se exige que agnósticos y ateos toleren y reverencien una tradición sacra desvirtuada desde el interior de la misma.

La sorprendente satisfacción anual y la rutina instintiva degeneran paulatinamente la evocación lucentina del final de la historia del Salvador. En el ambiente flota esa impresión de que lo realmente santo incomoda en una semana feliz. La búsqueda del disfrute se antepone a las consideraciones religiosas.

La determinación y severidad de los que ejercen autoridad y disponen de potestad decisoria son imprescindibles para conservar con pureza un legado inigualable. La pasividad cuando el peligro es inminente suele acarrear consecuencias irreparables.
MANUEL GONZÁLEZ

 

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