"La gripe española de 1918 en Lucena", por Antonio Ruiz Granados

01 de Septiembre de 2020
 Varias personas con mascarillas durante la gripe de 1918 en Inglaterra. Una de ellas porta un cartel pidiendo que se use la mascarilla.
Varias personas con mascarillas durante la gripe de 1918 en Inglaterra. Una de ellas porta un cartel pidiendo que se use la mascarilla.

Enero estrenaba la esperanza de alcanzar la paz. El presidente estadounidense Woodrow Wilson pronunciaba el ilusionante discurso de Los catorce puntos al tiempo que Europa, rota y agotada, afrontaba, sin que entonces pudiera vislumbrarse, la recta final de la Gran Guerra, que llegaría en noviembre de 1918. Pero el destino guardaba aún en su arsenal un arma más letal que los carros de combate y las ametralladoras: el virus de la gripe.

En el mes de febrero, un médico detectó en varios pacientes un virus de extrema gravedad en un hospital de Kansas, estado que un mes más tarde embarcaba a cientos de soldados rumbo a Francia para tomar parte en la contienda. Junto a ellos, pisaba tierra europea la gripe, que se propagó en primavera entre militares y civiles aprovechando la falta de aliento de todos. Con la intención de evitar dar una imagen de debilidad a los países rivales, la prensa no se hizo eco de la enfermedad. Los periódicos de España, país neutral, sí informaron de la patología, circunstancia que provocó que la gripe adquiriera, injusta y erróneamente, nacionalidad española, al dar la impresión de que era sólo en nuestro suelo donde se extendía. Pero la realidad era muy distinta. Después de la primera ola, la segunda llegó en otoño del mismo año y una tercera causaría estragos en la primavera del siguiente. Geógrafos e historiadores revisan y actualizan desde entonces las consecuencias demográficas de esta pandemia, que acabó con la vida de entre cincuenta y cien millones personas, llegando a invadir el cuerpo de tres de cada cien. Nuestro país, en el que vivían algo más de veinte millones de personas, contabilizó ocho millones de casos del soldado de Nápoles y registró más de doscientas mil defunciones. Los síntomas más comunes eran fiebre, malestar general, dolor de cabeza, náuseas, diarrea y tos y, en el peor de los casos, afecciones pulmonares que, si se complicaban, garantizaban un asiento en ventanilla junto a Caronte.

1918 15 diciembre gripe 10

 

En junio de 1918, bajo el título La enfermedad reinante, la Revista Aracelitana anunciaba  que "también en Lucena tenemos ya la epidemia que tantos motes ha merecido por ahí y a la que aquí no dejan tampoco de ponérselos". Preocupaba entonces la insalubridad de los caños de las calles, la cercanía de los estercoleros que rodeaban el núcleo urbano y los cadáveres de caballos amontonados junto al Paseo de Rojas. Una idílica estampa sólo mejorada si sumamos el hedor que todo ello desprendía.

En octubre, la revista realizaba una serie de recomendaciones a los lucentinos. Entre los consejos estaban cuidar el aseo personal, insistiendo en la limpieza de la boca y la nariz; usar aceite mentolado en las fosas nasales para prevenir el contagio; guardar cama desde la aparición de los primeros síntomas, procurando bajar la fiebre alta con aspirina e infusiones de café; aplicar agua caliente o cataplasmas sinapizadas ante la aparición de dolor de costado, pecho o espalda; avisar al médico en caso de empeoramiento; guardar una cuarentena de diez días; y, finalmente, ventilar las habitaciones y emplearse a fondo en el lavado de la ropa con desinfectantes. A pesar de la impasibilidad del ayuntamiento en un primer momento, la propagación del virus motivó la publicación de un bando en el que se decretaba la salida del ganado de las casas de la población y el traslado de los estercoleros a zonas más alejadas. También quedaban prohibidos los depósitos de trapos viejos y los velatorios y se anunciaba la desinfección de locales y edificios públicos, así como la limpieza de plazas y cruces de la calles. El vecindario quedaba obligado a regar y barrer la graílla hasta el caño del centro de la vía antes de las nueve de la mañana, entrañable costumbre que hoy perdura, y se recomendaba encalar las viviendas. Además, los dueños de posadas, fondas y hospederías se comprometían a comunicar a las autoridades la presencia de personas con síntomas en sus establecimientos. En cuanto a los centros de enseñanza, se cerraron hasta el restablecimiento de la normalidad. Todas estas medidas, junto a la confianza "en que nuestra Madre bendita de Araceli no permitirá tome carta de naturaleza en este su pueblo tan terrible epidemia" ayudaron a frenar la extensión del virus, que se ensañó con los barrios más pobres "por ser los más faltos de higiene y escasos de recursos". Asimismo, la Revista Aracelitana denunció la falta de atención médica y las complicaciones derivadas de la convivencia de personas sanas con otras enfermas y recordó que "la higiene es la defensa única contra ésta como todas las epidemias".

Cuando la Parca parecía haberse instalado en nuestro pueblo, recogiendo a medio millar de lucentinos, nuestros paisanos no tuvieron más remedio que acudir, entre infusiones y aspirinas, a sus Abogados en busca de una justa defensa. La imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno fue trasladada hasta San Mateo para celebrar, junto a la Santísima Virgen de Araceli, patrona de la villa, funciones de rogativas. Nuestra Alcaldesa y su Hijo socorrieron a su pueblo pronto y bien, pues el 21 de diciembre, tras una misa de acción de gracias, el Señor regresaba a la capillita. Con el eco de las puertas cerrándose en el llanete se daba carpetazo a la que, hasta ahora, había sido la última gran epidemia de las muchas que han azotado nuestra tierra.  

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