'Cambiar todo para que nada cambie'

11 de Febrero de 2012
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Hace ya 34 años, cuando en 1978 se aprobó la constitución española, recorría la sociedad una gran corriente de ilusión y esperanza, pues con esa aprobación pasábamos el umbral que separa a los súbditos de los ciudadanos, o eso pensábamos.

 

Los años pasaron, los gobiernos se sucedieron, unos de centro, otros de izquierda y otros de derecha, el país prosperó en lo social y en lo económico, pero hete aquí que lo que pensábamos que se desanudó con la aprobación de constitución democrática estaba mejor atado de lo que, en aquel momento, pudimos imaginar.

 

Algunos privilegios persistieron y, aunque la igualdad es la moneda de cambio legal, la realidad se ha encargado de demostrar que algunos son más iguales que otros, que la España de la contrarreforma, la España del “vivan las cadenas” o la España del “una grande y libre”  pervive en un núcleo duro de poder que, mutatis mutandis, ha permitido el cambio para que, cual camaleón lampedusiano, nada cambiara en el fondo.

 

Es ese núcleo duro el que, al sentirse amenazado, expulsa de la carrera judicial a un juez que pretende ir más allá de lo que está dispuesto a tolerar o posibilita que, entrados en el siglo XXI y en un estado oficialmente aconfesional, se destinen grandes sumas del dinero público al sostenimiento de una religión, o que a esa misma religión se le sigan manteniendo trasnochados privilegios en la enseñanza o que sigua tratando de imponer su moral particular al conjunto de la sociedad.

 

Es ese mismo núcleo duro de poder, el que por la vía de los hechos, que no desde el derecho, nos niega nuestra condición de ciudadanos y nos retrotrae a la de súbditos cuando amenaza con abrir expediente al juez que se atreve a tratar como a cualquier otro ciudadano a un deportista devenido, por su condición de yerno, en aristócrata, no vaya a ser que nos creamos de verdad que, efectivamente, todos somos iguales ante la ley.

 

Juan Manuel Roldán
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