Las protestas que sacudieron Cataluña en octubre de 2019 no fueron un fenómeno aislado ni espontáneo. Fueron el resultado de una larga estrategia de confrontación política, de una construcción identitaria meticulosa y de una gestión estatal marcada por la debilidad y el cálculo electoral. A cinco años de aquellos acontecimientos, es necesario volver la vista atrás con mirada crítica, no para reabrir heridas, sino para entender cómo se gestó uno de los episodios más tensos de la democracia española reciente.
Esta serie de artículos de opinión propone un recorrido por los distintos aspectos del conflicto: desde el origen judicial de las protestas hasta la estructura organizativa del movimiento independentista; desde el uso de redes sociales como herramienta de movilización hasta la construcción simbólica de una identidad nacional; desde los éxitos tácticos del independentismo hasta sus fracturas internas y el desgaste social que provocó.
No se trata de una crónica neutral. Es una reflexión crítica sobre la irresponsabilidad de los gobiernos, la manipulación del relato por parte del nacionalismo catalán y las consecuencias de haber convertido la política en un juego de emociones y trincheras.
Cataluña ante el espejo judicial: entre la irresponsabilidad política y la manipulación identitaria
El 14 de octubre de 2019, el Tribunal Supremo dictó sentencia contra los líderes del procés por sedición y malversación. Las penas, de hasta 13 años de prisión, desataron una oleada de protestas que paralizó Cataluña durante semanas. Pero reducir aquellos hechos a una simple reacción ciudadana frente a una injusticia judicial sería caer en la trampa del relato independentista. Lo que ocurrió fue el resultado de años de irresponsabilidad política por parte de los gobiernos centrales y de una estrategia calculada de confrontación por parte del nacionalismo catalán.
El Estado español, lejos de anticiparse al conflicto, lo dejó crecer. Permitió que se consolidara una estructura paralela de poder en Cataluña, con medios de comunicación subvencionados, una red educativa orientada a la construcción nacional y una administración autonómica que actuaba como si ya fuera un Estado independiente. Cuando finalmente reaccionó, lo hizo con torpeza: primero con inacción, luego con represión, y finalmente con concesiones políticas que desdibujaron la autoridad del Estado de derecho.
Por su parte, el movimiento independentista instrumentalizó la sentencia para reforzar su narrativa victimista. Presentaron a los condenados como “presos políticos”, ocultando deliberadamente que fueron juzgados por delitos concretos, no por sus ideas. La movilización no fue espontánea ni pacífica: fue planificada, promovida por estructuras opacas como Tsunami Democràtic y los CDR, y degeneró en episodios de violencia que pusieron en jaque la convivencia.
Ambos actores, Gobierno e independentismo, jugaron con fuego. Uno por debilidad y cálculo electoral; el otro por fanatismo identitario y desprecio a la legalidad. El resultado fue una sociedad catalana fracturada, una política nacional polarizada y una democracia debilitada.
Cinco años después, seguimos pagando el precio de aquella irresponsabilidad compartida. Y lo más preocupante es que ni el Gobierno central ni los líderes independentistas parecen haber aprendido la lección.