Después de treinta años

08 de Diciembre de 2019
Mientras me dirigía al lugar en el que habíamos quedado, pensaba en cómo habríamos cambiado después de tanto tiempo. Reconozco que iba con cierta inquietud, porque no me entusiasman las comidas de grupo, sean las familiares, las de trabajo o los peroles de mis amistades; sin embargo, la ocasión merecía el esfuerzo: darle un reconocimiento sorpresa a quien fue nuestra maestra durante cinco años en la EGB.

Una vez llegué al lugar de encuentro, el nerviosismo había dejado paso a la ilusión y, con mucha, fui saludando a mis antiguos compañeros de escuela. No recuerdo del todo bien en qué orden los fui saludando, pero sí que sentí una inmensa alegría de hacerlo, de estar allí y de descubrir que esta sensación era mutua. A cada mano que estrechaba, a cada abrazo que daba, a cada beso que repartía, pensaba que tanto ellos como ellas estaban igual, que apenas había hecho mella en sus rostros el paso del tiempo (salvo un par de excepciones que, ocioso es decirlo, no ha sido para peor), hasta que alguien exclamó: «Tú sí que no has cambiado nada». Sonreí y repliqué que no lo creía así, porque tenía menos pelo y más kilos. O, al menos, lo pensé.

Mientras esperábamos la llegada de nuestra seño (palabra que sigue siendo importante después de todo), para lo que habíamos dispuesto como cómplice a uno de sus hijos, nos pusimos al día como se puede hacer después de treinta años, con aquellas preguntas que el ser humano se ha hecho desde siempre: quiénes somos, de dónde venimos y a qué nos dedicamos ahora.  

Y por fin llegó nuestra «Señorita Antonia». Sorprendida por el momento, debió ocurrirle lo de aquel tango que cantaba «mil recuerdos se me agolpan en la mente» para revivir en unos segundos el ayer. No quiero omitir por obvio que nos fue saludando uno a uno y que hubo a quien no reconoció. Una vez pasado este momento de entusiasmo, nos hizo preguntas, que, aunque alguien bromeó sobre si se trataba de un examen sorpresa, a mí me parecieron propias del examen de la vida, o del amor que diría San Juan de la Cruz. «¿Fui dura con vosotros?» «¿Fui buena maestra?» «¿Y todo esto –este reconocimiento– por qué, si era mi trabajo?» Alguien dijo que porque fue la mejor. Yo asentí.

Después, según había más conversación –y para quien más vino–, florecieron los recuerdos, las anécdotas en el cole, la mención a los ausentes; en definitiva, como si treinta años no fueran nada, parafraseando otro tango… También nuestra seño aludió a la dura enfermedad que había pasado y, debido a que el contraste con aquella época de finales de los 80 debe ser muy manifiesto, habló más de una vez de la situación actual de la educación.

A la seño le agradecimos su dedicación, su vocación, que nos hubiera dado el primer empujón a ser lo que hoy somos: todos hemos hecho algo de provecho en nuestra vida. Yo me había llevado la única foto de grupo de la clase que nos hicimos a lo largo de los cinco años de EGB bajo su tutoría, precisamente en 5º, el último año que nos dio clase. La fotografía le fascinó y se la quedó como recuerdo… ¡Qué curioso! Un recuerdo que físicamente llega a sus manos después de tanto tiempo… Al contrario que en la canción de Aute, todo queda en ese trozo de papel y nada es mentira: esos rostros siguen llevando nuestros nombres. Y en todos ellos, el de una seño con la que crecimos.

Manuel Guerrero Cabrera

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